FORMACIÓN LITÚRGICA
EL MISTERIO CRISTIANO
Casi veinte años antes del concilio vaticano II, Louis Bouyer publicaba una obra que iba a tener gran difusión, y que ciertamente iba a influir en la teología litúrgica del mismo concilio. «El Misterio Pascual», publicado por primera vez en 1945, trae páginas que no envejecen, como estas que hemos escogido, y que pueden ayudarnos a entrar en sintonía con las celebraciones que realizamos en este tiempo.
Decir que las festividades pascuales son el centro del año eclesiástico no es suficiente; ellas son también el hogar donde todo converge, y la fuente de la que todo dimana.
Todo el culto cristiano no es más que una celebración continua de la Pascua: el sol que no para de salir sobre la tierra arrastra tras él una estela de eucaristías que no se interrumpe ni un solo momento, y cada misa celebrada, es la Pascua que se prolonga. Cada día del año litúrgico, y en cada día y momento de la vida de la Iglesia, que nunca duerme, continúa y renueva esta Pascua que el Señor había deseado con un deseo tan grande de comer con los suyos, esperando la que él comerá en su reino con ellos, y que se prolonga durante la eternidad. La Pascua anual que no dejamos de recordar ni de esperar nos mantiene incansablemente en el sentimiento de los primeros cristianos que gritaban, vueltos hacia el pasado: «¡El Señor ha resucitado!» y mirando hacia el futuro: «¡Ven! ¡Señor Jesús! ¡Ven pronto!».
La religión cristiana, de hecho, no es simplemente una doctrina; es un hecho, una acción. Y no una acción del pasado, sino una acción del presente donde el pasado se encuentra y donde el futuro se acerca. Es en esto donde ella guarda un misterio, un misterio de fe, porque nos afirma que hoy es nuestra aquella acción que Otro cumple en el pasado y de la que solo veremos los frutos en nosotros más adelante.
San Pablo no ha dejado de exponer este misterio a través de todas sus cartas. En la Carta a los Efesios declara sin más que el misterio que une a Cristo con la Iglesia es grande, como si no se pudiera decir nada suficiente. Algunas líneas antes, nos había revelado su sustancia: es que «Cristo amó a la Iglesia hasta el punto de entregarse por ella para hacerla aparecer en la gloria sin mancha ni arruga, ni nada parecido, sino santa e irreprensible» (Ef 5, 25 – 27). Con este fin, la acción glorificadora que Cristo ha realizado en nuestra carne y por la que esta carne ha encontrado la vida en la muerte, debe convertirse en nuestra.
Esta acción realizada una vez por Él, es la Pascua de hace dos mil años; esta acción se convierte en nuestra hoy, es la Pascua que celebramos; la gloria que resultará para nosotros como resultó para él, es la Pascua eterna que los elegidos celebran en el cielo, el festín del cordero inmolado y glorioso (Ap 19, 9; Mt 8, 11).
Pues Cristo ha muerto por nosotros, no para dispensarnos de morir, sino más bien para hacernos capaces de morir eficazmente: morir a la vida del hombre viejo para revivir a la del hombre nuevo que ya no muere.
Este es el significado de la Pascua: nos enseña que el cristiano en la Iglesia debe morir con Cristo para resucitar con Él. Y la Pascua no hace más que mostrar, como cuando señalamos con el dedo algo que no tenemos en nuestro poder (eso es lo que hizo la Pascua del Antiguo Testamento), lo que realiza. La Pascua es Cristo que murió y resucitó una vez, haciéndonos morir con su muerte y resucitarnos a su vida. Así, la Pascua no es una simple conmemoración; es la Cruz y la Tumba vacía que se hacen presentes. Pero ahora ya no es Cristo quien debe extenderse sobre la cruz para levantarse de la tumba; es su cuerpo, la Iglesia, y en este cuerpo cada uno de nosotros, que somos sus miembros. Esta muerte con Cristo y esta resurrección con él, dándonos la vida oculta con Cristo en Dios que aparecerá cuando Cristo mismo aparezca, este es todo el misterio que san Pablo nos dice que Dios había reservado para estos últimos tiempos, los nuestros. A menudo se ha subrayado la extraordinaria abundancia de palabras compuestas y nuevos «con» que hay bajo la pluma de san Pablo, y se ha notado precisamente que es un rasgo característico de toda su concepción de la vida cristiana. De hecho, para él, la vida cristiana, la vida de la Iglesia o la vida de cada cristiano, es una vida con Cristo. Hay que captar todo lo que implica.
Jesús de Nazaret, que murió y resucitó bajo Poncio Pilato y que ahora está sentado a la derecha del Padre hasta el día en que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, nunca ha sido para san Pablo, ni para ningún teólogo católico, un héroe cuya epopeya solo deba dejarnos la certeza de que todo esto es demasiado hermoso, algo que nunca puede realizarse en nosotros. De héroes, sin duda, ningún poeta ha soñado nunca con algo más sobrehumano que aquel cuyo Apóstol escribió: «Y, una vez despojados los Principados y las Potestades, los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal» (Col 2, 15). Pero es para nosotros que ha triunfado así, y debemos saber que por Él y con Él, de muertos que éramos, «hemos sido devueltos a la vida, somos resucitados, y nos hemos sentado en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2, 6).
Sí, todo esto Cristo lo logra en nosotros, porque, si bien es cierto que somos débiles, y esta es incluso la primera certeza que la fe nos da para cortar de raíz nuestro orgullo, solo nos la impone para certificarnos que «la fuerza se cumple en nuestra debilidad» (2Co 12, 9) y que «todo podemos en Aquel que nos conforta» (Flp 4, 13), Jesucristo.